jueves, 14 de octubre de 2010

¿BIBLIA PROHIBIDA?


Los profetas eran hombres de una libertad de espíritu excepcional. Esos poetas geniales amaban a Dios y a su pueblo entrañablemente. Implacables con todo cuanto tendía a convertir a Dios en ídolo y al pueblo en esclavo, eran los grandes críticos socio-religiosos de su época. A la injusticia le libraban una lucha sin cuartel, sobre todo cuando se usaban hipócritamente a Dios y a la religión, o a cosas lindas como la unidad y la paz para encubrirla.

Apenas unos sesenta años atrás, a los sacerdotes católicos ni se les permitía leer el Antiguo Testamento sin una autorización especial. Según parece, era para proteger su castidad. No obstante, sospecho que no era tanto el erotismo bíblico como la voz de los profetas la que más asustaba, porque esa voz representaba una amenaza directa contra los privilegios de la clase dominante en la que los “príncipes” de la Iglesia ocupaban un lugar eminente. Por la misma razón, creo yo, los dirigentes de la Iglesia se pusieron a interpretar la Biblia en forma abstracta, espiritual o simbólica. De los profetas retuvieron casi nada más que sus luchas contra los ídolos y sus vivencias de carácter místico. Su mensaje de fuego contra las injusticias, el que constituye tal vez el aporte histórico más monumental a la formación de la conciencia en materia de “justicia social”, quedó prácticamente anegado por preocupaciones de orden supuestamente “más elevado”…

Se usó y abusó de la Biblia para legitimar el sistema del que la jerarquía católica era el garante sagrado, en el cual una clase social, estimándose superior o elegida por Dios, se atribuía a sí misma derechos por encima de los demás, convencida de que ése era el “orden” que desde toda eternidad Dios había establecido para el bien de la humanidad y la paz del mundo. Aunque ese sistema produjera la miseria de muchos, había que aceptarlo y asumirlo como Cristo había aceptado y asumido la cruz. En otras palabras: ¡la injusticia justificada y la opresión santificada como camino de salvación! Nada menos. Lo único que podía aportar la fe del cristiano era rezar para poder aguantar y, a ejemplo del cireneo, ayudar a otros más miserables a cargar con la cruz.

En una lectura independiente de todo poder, es decir hecha sin prejuicios ni censura, uno descubre que la Biblia tiene páginas fundamentales que denuncian ese sistema injusto como idolatría, es decir como el pecado supremo. Descubre que la Biblia es antes que nada el libro de los pobres que buscan desesperadamente salir de su estado de sujeción, y que el Dios único y verdadero es el Dios de ellos y su única esperanza – a pesar de que por miedo, por atavismo u oportunismo suceda que los mismos pobres a veces sean los primeros en rechazarlo -. En la Biblia, todo otro dios que no sea el Dios de los pobres y que no esté comprometido con las víctimas de la injusticia, es un ídolo o un falso dios. Estar con el Dios vivo es estar del lado de los pobres y de los oprimidos y caminar hacia la liberación. De lo contrario es estar con los ídolos. Ése fue el mensaje de fuego de los profetas.

Por eso, en los años 70, a raíz del Concilio Vaticano II (y no por determinación de Lenin, Mao, Castro o del Che), cuando los católicos de América latina estaban empezando a descubrir el mensaje de los profetas, las dictaduras católicas de la época se asustaron, juzgaron que la Biblia era peligrosa y aún subversiva y, en ciertos países, no vacilaron en quemarla. Por motivos parecidos, la misma Curia vaticana no descansó hasta no acabar con los programas que intentaban difundir un mensaje bíblico actualizado y al alcance del pueblo oprimido que le daba al mensaje de los profetas la importancia que le correspondía.

Para el poder, cualquier poder, religioso o ateo, político u económico, los profetas son unos rebeldes que fomentan la subversión. De hecho es lo que fueron y, por eso, muchos fueron asesinados. Puesto que Jesús era también un profeta, y ¡qué profeta!, terminó como terminó.

Puede ocurrir, sin embargo, que el mismo poder no cuestione a los profetas ni a Jesús. A veces tiene, al contrario, todas las apariencias de la fe y de la virtud, pero, en la práctica, no retiene sino una parte del mensaje de ellos, es decir sólo lo que le conviene. Así se cumple la propia palabra de Jesús sobre el tema:

¡Ay de ustedes, maestros de la Ley y fariseos, que son unos hipócritas! Ustedes construyen sepulcros para los profetas y adornan los monumentos de los hombres santos. También dicen: "Si nosotros hubiéramos vivido en tiempos de nuestros padres, no habríamos consentido que mataran a los profetas". Así ustedes se proclaman hijos de quienes asesinaron a los profetas. ¡Terminen, pues, de hacer lo que sus padres comenzaron! ¡Serpientes, raza de víboras!, ¿cómo lograrán escapar de la condenación del infierno? Desde ahora les voy a enviar profetas, sabios y maestros, pero ustedes los degollarán y crucificarán, y a otros los azotarán en las sinagogas o los perseguirán de una ciudad a otra. Al final recaerá sobre ustedes toda la sangre inocente que ha sido derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, al que ustedes mataron ante el altar, dentro del Templo. En verdad les digo: esta generación pagará por todo eso. ¡Jerusalén, Jerusalén, qué bien matas a los profetas y apedreas a los que Dios te envía! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, y tú no has querido! Por eso se van a quedar ustedes con su templo vacío. Y les digo que ya no me volverán a ver hasta que digan: ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!" (Mateo 23, 29-39; ver también: Hechos 7, 51-57.)

El cristianismo, que era portador de un proyecto de sociedad genuinamente revolucionario, está abortando simplemente porque la conciencia cristiana se enredó en miles de cosas “santas” higiénicamente expurgadas de toda influencia de los profetas, privando así a la humanidad de la “sal” que debía darle sabor (Mt 5, 13). Hemos cínicamente remplazado a los profetas con policías e inquisidores, pensando que era lo mismo. Y por eso, en muchas partes donde los cristianos intentan más o menos felizmente recuperar su vocación de seres libres, cada vez los templos se quedan más vacíos…

En unas próximas entregas, me propongo entresacar de la Biblia varios textos demasiado descuidados esperando mostrar con ellos que la justicia no es algo marginal a la fe cristiana y cómo ilumina todo lo que debería ser el proyecto de la Iglesia. Esos textos son una mina de oro y como el “picante” de la Biblia; sin ellos, la Palabra de Dios queda desabrida, el amor se estanca, la Iglesia se enmohece y los cristianos se momifican en vida.

martes, 27 de julio de 2010

DOS BIBLIAS EN UNA























En la Biblia se destacan dos corrientes, una enfocada hacia la liturgia, otra hacia la justicia. La de la liturgia corresponde a los sacerdotes, y la de la justicia, a los profetas.

La Biblia sacerdotal

Miremos primero la corriente litúrgica promovida por los sacerdotes.

Los sacerdotes se dedicaban al servicio del templo, o sea a la ofrenda de los sacrificios y a las oraciones. También se desempeñaban en política como consejeros de los reyes y, en cierta época, como sustitutos de ellos. En la composición de la Biblia, su aporte fue primordial. Varios textos bíblicos fueron redactados de su mano, mientras otros, de fuentes distintas, fueron seleccionados por ellos e integrados al cuerpo de la Biblia. Como eran sacerdotes, privilegiaron en sus trabajos todo lo que interesaba al culto, porque para ellos el culto, o sea la liturgia, era el comienzo y el coronamiento de la vida del Pueblo de Dios. Toda la vida del pueblo debía ser cultual, consagrada, transformada en sacrificio que agradara a Dios. Es así como los sacerdotes multiplicaron las leyes para que los objetos y gestos de la vida diaria, aún los más insignificantes, fueran dignos de Dios. A lo que ellos determinaban como digno de Dios lo llamaban “puro” y a lo que determinaban como indigno de Dios, lo declaraban “impuro”. Respecto a las personas, se siguió un proceso similar; para ser considerado puro y agradable a Dios uno tenía que conformarse a las reglas estrictas establecidas por los sacerdotes, de lo contrario, era considerado como impuro y se merecía el castigo de Dios. De suerte que si la nación sufría algún desastre, la culpa la tenía el pueblo impuro que descuidaba las reglas del culto. Lo primero que hacer entonces para remediar a esos males, era reforzar el culto, aumentando los sacrificios y multiplicando las oraciones. Todas esas leyes, normas y reglas fueron religiosamente compiladas en la Biblia como “palabra de Dios”.

La Biblia profética

Pero en tiempos más bravos de gran crisis, se hacía oír una voz distinta y aún contraria a la de los sacerdotes: era la voz de los profetas. Los profetas combatían con toda energía el culto de los ídolos que representaba una seria amenaza a la identidad de la nación y a su futuro como Pueblo de Dios. Pero cuestionaban con el mismo ímpetu el culto legítimo de los sacerdotes de su propia nación cuando ese culto no servía sino para adormecer la conciencia y aplazar indefinidamente los cambios profundos a los que la sociedad urgía.


La postura de los profetas al respecto era clarísima: no eran los sacrificios o los rezos que agradaban a Dios, sino la justicia. Ser justos era la única forma de salvar la identidad y el futuro de la nación. Ni que decir tiene que a los oídos de los empobrecidos ese lenguaje sonaba como música, mientras a los oídos de sus explotadores chirría como blasfemia.

Litúrgicos vs proféticos

Era común que sacerdotes y profetas chocaran. Pero como los sacerdotes gozaban de un poder que los elevaba por encima de los mortales, era un juego para ellos perseguir y aún matar a los profetas. Con el tiempo, sin embargo, los acontecimientos dieron la razón a los profetas; todo lo que habían predicho se cumplió: la nación fue conquistada, el Templo destruido y los sacerdotes reducidos a la mendicidad. Eso dio como resultado que el gran mensaje de los profetas fuera finalmente reconocido como palabra de Dios e incorporado a la Biblia. Ese reconocimiento era bien tardío, pero debía incitar a las generaciones venideras a que no cayeran en el mismo error de creer que para ahorrar desastres a la humanidad la liturgia pudiera valer más que la justicia. Lo cual, sin embargo, no cambió mucho la situación, porque con un pueblo más inclinado a lo mágico que a la razón, y con miles de sacerdotes cuyo status y sustento dependían del altar, el culto desarrollado en el marco grandioso de un templo siempre ha seducido incomparablemente más que la áspera lucha por la justicia. Así fue ayer y así sigue siendo hoy.

En la tradición católica, toda la Iglesia terminó aglutinada alrededor de los sacerdotes. En los primeros siglos, los sacerdotes no perdieron la voz de los profetas. Con aquellos a los que se convino llamar “los Padres de la Iglesia”, justicia y liturgia iban generalmente de la mano. Pero, una vez que la Iglesia se convirtió en un instrumento “providencial” de los emperadores romanos, los sacerdotes se hicieron más tolerantes y, a imitación de sus colegas del judaísmo antiguo, empezaron a hacer de la Biblia una lectura principalmente enfocada hacia el culto. Lo mismo hicieron los pastores de la Iglesia de la Reforma que no vacilaron en conchabarse con los príncipes para protegerse de los católicos. En resumen, todas las Iglesias, (salvo gloriosas y escasas excepciones, y mayormente sólo a nivel de individuos), hicieron a un lado el mensaje de justicia de los profetas para dedicarse más específicamente a lo espiritual, a lo litúrgico, y, hoy en día, a lo carismático. Si acaso las iglesias (católicas, ortodoxas, protestantes o evangélicas) suben el volumen de sus micrófonos para criticar el sistema que les da de comer, alegando con la voz de los profetas que a Dios le dan asco nuestras misas y otros cultos mientras más de la mitad de la humanidad pasa hambre, podemos afirmar que nos encontramos ante un accidente histórico mayor. Porque es un hecho bien establecido que hasta ahora la catástrofe del hambre en el mundo es en gran parte causada por los mismos cristianos divididos entre rapaces que dominan el mercado y ovejas tontas amantes de la piedad y de la paz, las que, por fidelidad a sus pastores serviles, nunca cuestionan nada y miran el compromiso cristiano por la justicia como algo bueno sólo para los chinos o los cubanos.

La salida “pastoral”

Puesto que en medio de nosotros prevaleció la ideología sacerdotal, se quedó bajo el celemín el grito de los profetas. Mucho se ha alabado a Jesús como “Sumo Sacerdote”, mientras a Jesús Profeta se lo desconoce, o se lo reduce a un par de homilías al año, cuando mucho, y tal vez a una clase de catequesis para adolescentes rebeldes con la mente puesta en otra cosa. Lo que sí sobrevive con persistencia es la figura linda de Jesús Buen Pastor, a la que por otra parte se la ha vaciado concienzudamente de toda sustancia profética (hoy diríamos: “revolucionaria” - ¡que la tiene!) para reducirla a la de un funcionario religioso amable, más o menos ducho en relaciones psico-espirituales.

martes, 6 de julio de 2010

AMOR SIN JUSTICIA, AUTO SIN RUEDAS




Amar sin sentir pasión por la justicia no es amar. Sin justicia, el amor no tiene pies, ni piernas, ni manos, ni nada. Es como un auto último modelo, pero sin ruedas, o sin volante. O que tuviera ruedas, volante y todo, pero sólo daría vueltas alrededor del garaje por falta de carreteras.

Es la justicia la que hace que el auto del amor funcione como corresponde y que la carretera de la vida sea transitable para todo el mundo. Si realmente tengo amor y quiero amar, lo primero que tengo que hacer es trabajar para la justicia. Sí, eso es lo primero.

Sabemos que toda la Biblia culmina en la revelación del amor: Dios es Amor. El que ama conoce a Dios. El que ama cumple toda la ley. El amor es todo. ¡Ámense! Jesús es el modelo: “Como les he amado, ámense unos a otros”. Jesús amó hasta el extremo (1 Jn 4, 7-8; Rom 14, 8-10; Jn 13, 1. 34). Pero antes de llegar al extremo de amar hasta la cruz, Jesús amó simplemente, cada día de su vida. ¿Y cómo amó? Anunciando con palabras y con obras algo que tenía muy a pecho y que él llamaba “el Reino”. ¿Y qué era el Reino? Era muchas cosas, pero por encima de todo, era la justicia. Justicia y Reino, Justicia y Buena Noticia, Justicia y Evangelio, Justicia y Jesús, Justicia y amor, Justicia y salvación, todo aquello era una sola cosa. Todos los cristianos tendríamos que tener esto grabado en nuestro corazón, en nuestra cultura, en nuestros genes y sobre los campanarios de nuestras iglesias. Lo tendríamos que tener grabado sobre cada piedra. No en latín sino en la lengua que la gente entiende. Para que nos acordemos. Para que el mundo entero sepa cuál es nuestra identidad: Amor, sí, pero también Justicia. ¡Inseparables! Lo demás, libertad, paz, prosperidad y vida eterna, viene por añadidura.

En la boca de Jesús y en los oídos que lo escuchaban, la palabra “Reino” significaba que un rey estaba llegando para gobernar a su pueblo. Y ¿cómo eso podía ser realmente una Buena Noticia? Sólo porque no se trataba de un rey cualquiera sino de un rey como el pueblo pobre y sufrido esperaba y como lo esperaba también toda gente de buena voluntad. ¿Y qué clase de rey esperaban? Un rey que se dedicara enteramente a su profesión. Y ¿en qué consistía la profesión de rey? Consistía en ser experto en justicia. Esto es lo que se esperaba.

En la cultura de casi todos los pueblos medianamente civilizados de la más alta antigüedad corría como agua el concepto de que para vivir en paz y para prosperar hacía falta ser gobernado por un profesional de la justicia. Ésa era la función del rey. La justicia era su responsabilidad fundamental y suprema. Al rey le correspondía hacer leyes justas para toda la gente de su pueblo, tomar medidas para que esas leyes se cumplieran, y establecer jueces íntegros para impartir justicia a todas y todos de acuerdo a la ley. Ésa era la función esencial del rey.

Era una función sagrada. Obedecer al rey era obedecer a la justicia. Y obedecer a la justicia era obedecer a Dios. Por eso, al rey se lo revestía a veces con los atributos de la misma divinidad, porque ese hombre era encargado de administrar la cosa más sagrada para la vida del pueblo: la justicia. Pues se comprendía que sin la justicia no había pueblo, sin la justicia no había paz, sin la justicia no había libertad, sin la justicia no había amor, sin la justicia no había pan para todos, sencillamente no había vida y, por lo tanto, ni Dios podía existir; si existía, no era bueno. La Justicia debía ser la verdadera Reina del pueblo y el Rey, su brazo derecho, su fiel servidor, su esposo.

Nosotros mismos de reyes no sabemos gran cosa, y lo que sabemos no suele asociarse con el amor a la justicia, ¡todo lo contrario! En la época de Jesús era igual. Casi nunca en su larga historia, el pueblo de Jesús había tenido un rey justo, excepto tal vez en sus leyendas. Su gran sueño era que, por fin, surgiera un rey que fuera realmente justo. Día y noche lo pedía a Dios, como consta en muchas partes de la Biblia y específicamente en una oración famosa que la Biblia ha conservado hasta hoy. En esa oración nosotros podemos comprobar lo que el pueblo esperaba de su rey:

EL POBRE ESPERA UN REY JUSTO

( Salmo 72, versión simplificada)

Oh Dios, dale poder al Rey

para que brinde Justicia a tu pueblo

y defienda los derechos de los pobres.

Para que por los montes y las colinas

corran como ríos la Paz y la Justicia.

El Rey juzgará con Justicia al pueblo humilde,

aplastará al opresor y salvará a los hijos de los pobres.

Su Reino durará como el Sol

y como la Luna a lo largo de los siglos.

Su Reino será como la lluvia sobre el césped,

y como el chubasco que moja la tierra.

En sus días Justicia florecerá

y una gran Paz hasta el fin de las lunas.

Él reinará de un Mar a otro,

desde el Río hasta los límites del mundo.

Al mendigo que clama a él, lo librará,

y también al pequeño que no tiene apoyo de nadie;

se apiadará del débil y del pobre,

salvará la vida de ellos

y la rescatará de la violencia de los opresores, (Lc 1, 68-75)

pues ante sus ojos la vida de los pobres tiene mucho precio.

Habrá en la tierra abundancia de trigo;

las montañas se cubrirán de trigales hasta la cima;

los trigales se multiplicarán como pasto en el campo.

En nuestro Rey

serán benditas todas las naciones de la tierra, (Abrahán, Gén 12, 3)

y todas las naciones lo felicitarán. ( María, Lc 1, 48).

¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel,

pues sólo él hace maravillas!

¡Bendito sea por siempre su Nombre de gloria,

que su gloria llene la tierra entera!

¡Amén, amén!

Éste debería ser el himno de los cristianos y de toda la gente de buena voluntad sobre la tierra. En vez de Rey, poner Gobierno, Tribunales, Bancos, ONU, Iglesia, y ya.

Por tanto, cada vez que Jesús habla de Reino, se refiere casi exclusivamente a una Justicia que se traduce en pan, en salud, en perdón de las deudas, en liberación de los estigmas sociales, en fin, en paz. Y Dios sabe cuánto habló de Reino. Sin descansar, día y noche, en todas partes, en miles de parábolas, multiplicando con ternura y generosidad ilimitada los gestos de justicia concreta provocando a cada rato la ira de los celosos guardianes del statu quo. Él era la respuesta a la esperanza de los pobres. Por eso el pueblo andaba eufórico detrás de él y lo quería hacer rey.

Pero Jesús tenía una forma de pensar que no era exactamente la que tenía muchísima gente del pueblo: no quería ser un rey que impusiera la justicia con el palo. Quería que la justicia no viniera sólo de arriba, sino que también de abajo. Que el mismo pueblo amara la justicia y la pusiera en práctica. Que no sólo él fuera el esposo de la Justicia sino que todo el pueblo también lo fuera.

El pueblo, en realidad, deseaba tener un rey que les regalara todo… Es allí donde las cosas empezaron a ir mal con Jesús. La mayoría de la gente del pueblo que reclamaba justicia a gritos, no estaba dispuesta a ponerla en práctica entre ellos. Justicia a palos contra los malos y regalitos para los buenos, eso quería el pueblo, pero con Jesús, ni una cosa ni otra. Fue abandonado. (Jn 6, 26. 60. 66). Ayer, y hoy.

Así que no se diga que Jesús casi nunca habla de justicia en el Evangelio o que no hace nada concreto en ese sentido: cada vez que pronuncia la palabra Reino, él habla de Justicia; cada vez que hace un milagro o toma posición a favor de un excluido, él lleva a la práctica la justicia concreta de Dios. Toda la actividad de Jesús en los tres años que precedieron su muerte fue enfocada a que la justicia no se quedara en lindas palabras.

Que el pueblo de una cultura ajena al lenguaje de la Biblia no lo vea, se puede entender, pero que los que han estudiado y meditado la Palabra de Dios toda su vida y la han anunciado durante siglos no hayan logrado meterse eso en la cabeza, ni en la de los pueblos, es para morirse de pena. Mucho amor, sí, pero, para decir la verdad, poca justicia…

Auto sin ruedas. Carreteras lindas pero cortadas por todas partes.

Iglesia que habla mucho de caridad y, por cierto, mucho hace para y con los pobres, pero que no ha inventado todavía cómo ser un verdadero fermento para que las sociedades donde ella tiene casa propia se despierten y empiecen en serio a hacer de la Justicia su gran prioridad. Y no de una justicia mezquina, puntillosa y dura como la de los fariseos de la época de Jesús (Mt 5, 20), sino de una justicia tan liberal y humana como la que Jesús pinta en las parábolas de los trabajadores de la viña (Mt 20, 1-16) o del Padre pródigo (Lc 15, 11-32).

“Busquen primero el Reino de Dios y su Justicia”, y todos los demás bienes les serán dados por añadidura (Mt 6, 33). Dicho con otras palabras: todo irá como sobre ruedas…

domingo, 20 de junio de 2010

martes, 25 de mayo de 2010

¡DEMASIADOS BUENOS!



¿Qué empresa, qué banco, qué gobierno, qué político, qué hombre de negocios va a decir que no quiere a la gente o no busca el bienestar de todos?

Dime entonces por qué muchas empresas cierran sus fábricas en nuestro país y abren otras en China, en Bangladesh, en México. ¿Será por amor a los chinos y a los mejicanos?

Dime: ¿crees que EEUU, el país más rico y poderoso del planeta, sería tan rico y poderoso si no hubiera exterminado a los indígenas de su territorio, si no se hubiera apropiado de sus tierras y de todas sus riquezas y si no hubiera contado con los brazos y el indecible sufrimiento de millones de esclavos negros?

Dime: ¿es el amor por el prójimo lo que inspira a los Bancos, al Fondo Monetario Internacional y a todas las grandes multinacionales que lo hacen y lo deshacen todo sobre la tierra?

¿Acaso sería Europa tan rica, tan poderosa, tan “civilizada” si no hubiera estirado sus tentáculos sobre las dos Américas, sobre África, Medio Oriente, Asia y Oceanía y si no les hubiera chupado toda la sangre que pudo?

¿Es acaso por amor al prójimo que EEUU y Gran Bretaña invadieron Irak?

Y, sin embargo, un sinnúmero de ciudadanos de esos países, una gran cantidad de dirigentes de esos bancos, de esas multinacionales, de esos gobiernos todopoderosos están convencidos de que son buenos cristianos o judíos fervorosos. Muchos hasta proclaman estrepitosamente su fe y no temen afirmar que adhieren de todo corazón a los diez mandamientos de Moisés.

Pues bien, yo te lo digo: “buenos” tenemos de sobra sobre la tierra; lo que más falta son hombres y mujeres que amen la JUSTICIA.

A ver qué dice San Gregorio, un padre de la iglesia, sobre este tema:

“Cuando damos lo que necesitan a los pobres, no les estamos dando algo que es nuestro, sino que les devolvemos algo que es de ellos; ese acto no es de misericordia sino de justicia”.

jueves, 22 de abril de 2010

EL VERDADERO MOTOR DE LA HISTORIA



Para los que creen en la existencia de Dios y aceptan que algo de su sabiduría se trasluce a través de la Biblia, la Historia, entendida como la marcha de toda la humanidad hacia su realización plena, tiene un motor muy simple que se resume a cuatro palabras: la tierra para todos.

Dice la Biblia que Dios crea la tierra y la da a todos los seres humanos para que crezcan, es decir para que evolucionen y se desarrollen como humanos, y que se multipliquen. Al confiar la tierra a Adán y Eva, pareja mítica representando simbólicamente la humanidad de todos los tiempos, la Biblia dice que Dios entrega la tierra a toda la familia humana y que, por consiguiente, todos sus miembros, sin excepción, son por derecho divino herederos de la misma (Gén 1, 27-30; 2, 15). De allí que, si la humanidad ha de tener un principio dinámico interno que fuera como el motor de su evolución, éste tendría que ser el justo reparto de la tierra entre todos los humanos y cuidarla como la huerta común de la gran familia humana.

Dicho principio es tan básico y fundamental que, fuera de él, es difícil pensar que pueda haber… “salvación”. Todo el mensaje de la Biblia, que es un mensaje de vida para el mundo, queda distorsionado y falseado desde el momento en que se pretende construir la historia sobre otras bases. ¿Cómo imaginar que pueda haber “salvación”, o sea futuro para la humanidad, si la tierra, sin la cual nadie puede vivir, está controlada y manejada en función de los intereses de unos cuantos, dejando a grandes mayorías desprovistas de los recursos necesarios para desarrollarse como humanidad?...

“La tierra para todos” es, por lo tanto, roca, y sobre esta roca debe asentarse la construcción del mundo. No hace falta tan siquiera creer en Dios, o conocer la Biblia, para ver la “salvación” de nuestro mundo en la aplicación esmerada de ese principio vital; un poco de sentido común debería bastar.

Pero el sentido común no es lo que más abunda. Para muchos, lo que cae de su peso es simplista. Para ellos, repartir equitativamente la riqueza entre todos es la mejor manera de empobrecerse. Llaman “delirio” lo que sería lo más normal para la felicidad y la paz de todos, mientras ellos, que no son simplistas, ven como “normal” que, todos los días, a miles de millones de seres humanos les toque sufrir infiernos por la simple razón de que la mayor parte de la riqueza del mundo está secuestrada por unos pocos cuyo afán de acumular no parece saciarse nunca.

El Evangelio nos sugiere que un gran movimiento que consistiría en compartir espontánea y libremente todo, bienes, talentos, trabajos, para responder a las necesidades de la familia humana - aunque en un principio se iniciara con apenas dos pescaditos y cincos panecillos - lleva en sí mismo el germen de la salvación del mundo. Más aún, el mismo Evangelio asegura que no hay mejor manera de crear riquezas y hasta excedentes para el mundo entero. Esta es la fe del Evangelio (Mt 14, 14-21). Fue la práctica de los primeros cristianos o, por lo menos, el ideal que ellos persiguieron, cuando, después de Pentecostés, empezaron a experimentar un cambio profundo de mentalidad respecto a la propiedad de los bienes. Por cierto, no faltó gente para tildar todo aquello de delirio, pero felizmente a veces, “lo que es locura a los ojos de los hombres es sabiduría a los ojos de Dios” (He 2, 44-45; 2, 11-13; 1 Co 1, 25).

lunes, 22 de marzo de 2010

SI YO FUERA DIOS


Si yo fuera Dios, no le daría más vueltas al asunto. Dejaría que las flores, los pajaritos, los pescaditos y los ríos se las arreglen solos, porque ni un yuyito, ni una lombricita se va a salvar. ¡Adiós, árboles, caracoles, focas y osos blancos! Acá, lo que hace falta es una creación nueva. Nada menos.

Haría prorrumpir de repente una supernova en las entrañas de cada ser humano, en su cerebro, en su corazón, en sus ojos, en su lengua, sus piernas, sus manos y todo. Como las turbulentas aguas del Iguazú engolfándose en la Garganta del Diablo, así volcaría un río de conciencia nueva en el ser humano, algo como un sol líquido que lo impregnaría hasta los tuétanos y lo llenaría de cabo a rabo de inteligencia y razonabilidad. Así, en el estruendo de miles de millones de trompetas y bombos, yo llevaría por fin a su realización concreta y definitiva las palabras famosas del final de la Biblia: “Ahora, todo lo hago nuevo, hago unos cielos nuevos y una tierra nueva en que reina la Justicia” (Ap 21,5; 2 Pi 3,13).

Eso mismo haría: descargaría una cantidad astronómica de Justicia en las venas, los músculos, las vértebras y sesos del hombre y la mujer, no sin amenizarlo todo, por supuesto, con detectabilísimas hormonas que harían palidecer de envidia las glándulas más fogosas de la sensualidad humana. En esa forma, adelantaría de un millón de años la evolución de los descendientes del mono y podría exclamar frotándome las manos: “¡Esta vez, lo logré! Todo esto está buenísimo!”

Porque, para ser franco, este mundo es un fracaso. La idea de destruirlo para rehacerlo como haría un alfarero con la arcilla todavía blanda de una vasija que le saliera mal, no es mala idea, pero un poco extrema (Jer 18, 3-5). Creo que la máquina podría servir todavía si se le cambiara nada más que el motor. Remplazándolo por un modelo menos fanfarrón, menos depredador, menos apestoso, menos asesino, menos caníbal, menos sofísticamente hipócrita y falso. Le pondría al ser humano una conciencia verdaderamente humana. Porque esta conciencia que tenemos es un desastre. Nos queda cortita. Es una conciencia de seres primitivos, tiernos a veces, pero totalmente subdesarrollados e inadaptados. Aunque nos creamos bien guapos, en realidad no somos más que unos reptiles desalmados extremadamente dañinos.

Vivimos de los demás. No sólo de los animalitos, de las plantas, de los yuyos, del agua y demás, sino de la propia gente. Que 18 familias de nuestra humanidad tengan más plata que 46 de los países más empobrecidos del planeta y que la fortuna de 8 familias alcanzaría para erradicar el hambre en el mundo, nos da la pauta de hasta dónde puede llegar la monstruosidad entre nosotros.

En los últimos siglos, la riqueza del mundo occidental se fue acumulando en forma astronómica en las manos de unos pocos, dejando el resto de la humanidad en la precariedad, la desnudez y la muerte. Y esa “hazaña” fue posible gracias al exterminio de unos 80 millones de amerindios, a la esclavitud de unos 20 millones de africanos, a la dominación y explotación sistemática de la mujer, a la persecución patológica de los judíos y al trabajo forzado de millones y millones de hombres, mujeres y niños, y gracias también a guerras mundiales y al despojo constante y siempre vigente de continentes enteros por la fuerza de las armas y el poder corruptor de la plata. Esta estafa, este robo, esta delincuencia de dimensión cósmica nunca ha sido reparada. Al contrario, continúa su obra todos los días hasta hoy, tal vez con nuevos artilugios, nuevas caras y nuevos camuflajes, pero siempre con mayor eficacia mortífera. Fuera de unas cuantas y escasas veleidades para empezar a corregir la situación, en general seguimos como si nada, con esa conciencia grosera de que no tenemos nada que ver con la miseria de la mayoría de los humanos o nada podemos hacer….

Esa manera de negar la realidad, sin embargo, no cambia una tilde al hecho de que la riqueza de los que tienen de sobra chorrea sangre de más de la mitad de la humanidad. Es bueno saber que nuestro confort, nuestros despilfarros, nuestro “desarrollo” loco, nuestras obesidades y nuestras neurosis de ricos vienen todas de los sueños de pan, de agua potable, de seguridad, de dignidad y de paz arrebatados a miles de millones de seres humanos.

El amor, el verdadero “yo”, la religión, la ciencia y la sabiduría más luminosa, la economía, la política, las tecnologías de punta y el arte más sofisticado no tienen más porvenir que las flores y los pájaros. Todo aquello va a terminar al fondo del gran basural de la historia a menos que la JUSTICIA empiece a desparramarse a torrentes sobre la faz de la tierra.

La justicia no es algo frío. No es un dato matemático, un cálculo, un peso, una balanza, una regla, una medida. La justicia es algo que se come, se bebe, se ríe, se canta. Es el pan, es el vino, es la dignidad, es el vestido de fiesta, es la alegría, la esperanza, la luz que vuelve a los ojos que se iban a apagar. De ella depende que la humanidad no sea un total fracaso.

La justicia no consiste en hacer que se aplique la ley vigente sino en hacer primero leyes realmente justas y luego ver a que todos las pongan libre y alegremente en práctica.

Y que resuene por toda la tierra el grito del profeta:

¡Que los cielos descarguen como lluvia la Justicia
y la tierra se abra para hacerla florecer!

Isaías 45, 8