lunes, 22 de marzo de 2010

SI YO FUERA DIOS


Si yo fuera Dios, no le daría más vueltas al asunto. Dejaría que las flores, los pajaritos, los pescaditos y los ríos se las arreglen solos, porque ni un yuyito, ni una lombricita se va a salvar. ¡Adiós, árboles, caracoles, focas y osos blancos! Acá, lo que hace falta es una creación nueva. Nada menos.

Haría prorrumpir de repente una supernova en las entrañas de cada ser humano, en su cerebro, en su corazón, en sus ojos, en su lengua, sus piernas, sus manos y todo. Como las turbulentas aguas del Iguazú engolfándose en la Garganta del Diablo, así volcaría un río de conciencia nueva en el ser humano, algo como un sol líquido que lo impregnaría hasta los tuétanos y lo llenaría de cabo a rabo de inteligencia y razonabilidad. Así, en el estruendo de miles de millones de trompetas y bombos, yo llevaría por fin a su realización concreta y definitiva las palabras famosas del final de la Biblia: “Ahora, todo lo hago nuevo, hago unos cielos nuevos y una tierra nueva en que reina la Justicia” (Ap 21,5; 2 Pi 3,13).

Eso mismo haría: descargaría una cantidad astronómica de Justicia en las venas, los músculos, las vértebras y sesos del hombre y la mujer, no sin amenizarlo todo, por supuesto, con detectabilísimas hormonas que harían palidecer de envidia las glándulas más fogosas de la sensualidad humana. En esa forma, adelantaría de un millón de años la evolución de los descendientes del mono y podría exclamar frotándome las manos: “¡Esta vez, lo logré! Todo esto está buenísimo!”

Porque, para ser franco, este mundo es un fracaso. La idea de destruirlo para rehacerlo como haría un alfarero con la arcilla todavía blanda de una vasija que le saliera mal, no es mala idea, pero un poco extrema (Jer 18, 3-5). Creo que la máquina podría servir todavía si se le cambiara nada más que el motor. Remplazándolo por un modelo menos fanfarrón, menos depredador, menos apestoso, menos asesino, menos caníbal, menos sofísticamente hipócrita y falso. Le pondría al ser humano una conciencia verdaderamente humana. Porque esta conciencia que tenemos es un desastre. Nos queda cortita. Es una conciencia de seres primitivos, tiernos a veces, pero totalmente subdesarrollados e inadaptados. Aunque nos creamos bien guapos, en realidad no somos más que unos reptiles desalmados extremadamente dañinos.

Vivimos de los demás. No sólo de los animalitos, de las plantas, de los yuyos, del agua y demás, sino de la propia gente. Que 18 familias de nuestra humanidad tengan más plata que 46 de los países más empobrecidos del planeta y que la fortuna de 8 familias alcanzaría para erradicar el hambre en el mundo, nos da la pauta de hasta dónde puede llegar la monstruosidad entre nosotros.

En los últimos siglos, la riqueza del mundo occidental se fue acumulando en forma astronómica en las manos de unos pocos, dejando el resto de la humanidad en la precariedad, la desnudez y la muerte. Y esa “hazaña” fue posible gracias al exterminio de unos 80 millones de amerindios, a la esclavitud de unos 20 millones de africanos, a la dominación y explotación sistemática de la mujer, a la persecución patológica de los judíos y al trabajo forzado de millones y millones de hombres, mujeres y niños, y gracias también a guerras mundiales y al despojo constante y siempre vigente de continentes enteros por la fuerza de las armas y el poder corruptor de la plata. Esta estafa, este robo, esta delincuencia de dimensión cósmica nunca ha sido reparada. Al contrario, continúa su obra todos los días hasta hoy, tal vez con nuevos artilugios, nuevas caras y nuevos camuflajes, pero siempre con mayor eficacia mortífera. Fuera de unas cuantas y escasas veleidades para empezar a corregir la situación, en general seguimos como si nada, con esa conciencia grosera de que no tenemos nada que ver con la miseria de la mayoría de los humanos o nada podemos hacer….

Esa manera de negar la realidad, sin embargo, no cambia una tilde al hecho de que la riqueza de los que tienen de sobra chorrea sangre de más de la mitad de la humanidad. Es bueno saber que nuestro confort, nuestros despilfarros, nuestro “desarrollo” loco, nuestras obesidades y nuestras neurosis de ricos vienen todas de los sueños de pan, de agua potable, de seguridad, de dignidad y de paz arrebatados a miles de millones de seres humanos.

El amor, el verdadero “yo”, la religión, la ciencia y la sabiduría más luminosa, la economía, la política, las tecnologías de punta y el arte más sofisticado no tienen más porvenir que las flores y los pájaros. Todo aquello va a terminar al fondo del gran basural de la historia a menos que la JUSTICIA empiece a desparramarse a torrentes sobre la faz de la tierra.

La justicia no es algo frío. No es un dato matemático, un cálculo, un peso, una balanza, una regla, una medida. La justicia es algo que se come, se bebe, se ríe, se canta. Es el pan, es el vino, es la dignidad, es el vestido de fiesta, es la alegría, la esperanza, la luz que vuelve a los ojos que se iban a apagar. De ella depende que la humanidad no sea un total fracaso.

La justicia no consiste en hacer que se aplique la ley vigente sino en hacer primero leyes realmente justas y luego ver a que todos las pongan libre y alegremente en práctica.

Y que resuene por toda la tierra el grito del profeta:

¡Que los cielos descarguen como lluvia la Justicia
y la tierra se abra para hacerla florecer!

Isaías 45, 8